San Fernando, el edén bolivarense, despierta cada día con el canto de los gallos y el rumor de un río que parece arrullar al pueblo entero. Allí, donde el aire huele a café recién colado y a ganado sudoroso, los sueños nacen como las matas de maíz: a fuerza de sol, sudor y esperanza.
En esas calles polvorientas, bajo el calor que dora los techos de zinc, nació Isabel Sofía Rodríguez Alvear. Su infancia no se midió en muñecas ni juegos de plaza, sino en bollos humeantes que llevaba en un perol, recorriendo mañana, tarde y noche las esquinas del pueblo. "Mis muñecas fueron el molino", recuerda con nostalgia, "donde yo molía maíz y ayudaba a desgranar, soñando mientras el maíz se volvía masa".
Las chancletas gastadas que la llevaban de calle en calle se volvieron testigos de una niñez tallada en sacrificio. Su madre, Indira Alvear Rodríguez, era la alquimista de aquella pobreza: convertía cada grano de maíz en alimento, cada amanecer en oportunidad. "Ella nunca se quedaba con las manos vacías", dice Isabel Sofía, con gratitud en la voz.
De su padre heredó el amor por la tierra. Agricultor incansable, le mostró que el campo es escuela de paciencia: sembrar yuca o maíz es como sembrar sueños, hay que esperar la lluvia y cuidar la semilla hasta verla nacer.
Pero la vida, que a veces pone pruebas como si quisiera templar a los escogidos, la enfrentó a la muerte antes de vestir el uniforme que tanto anhelaba. Un accidente la llevó al coma, y mientras su cuerpo reposaba en silencio, ella cuenta que soñaba estar en un corredor de luz y sombras, donde voces antiguas le decían: "Levántate, aún no es tu hora". Cuando abrió los ojos, comprendió que la vida se le había devuelto como un segundo nacimiento.
Hoy, con apenas 19 años, Isabel Sofía lleva con orgullo el uniforme de auxiliar de policía. Dice que su vida cambió "100%, dio un giro de 180 grados". Su sonrisa ilumina como faro en medio de la adversidad. Sueña con seguir en la institución, servir a su comunidad y levantar a sus siete hermanos, como quien levanta una cosecha abundante después de una larga sequía.
Su proyecto de vida es simple y a la vez inmenso: ser testimonio de que los sueños no se negocian, que la pobreza no es cadena sino trampolín, que el amor de una madre puede convertirse en armadura. "Mi recompensa es ser parte de la Policía Nacional", asegura. Y como en los relatos antiguos que circulan en voz baja en San Fernando, ella sabe que, con Dios de su lado, nada es imposible.